“Cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre” Gabriel García Márquez
Intento en la medida de lo posible y la distancia no me lo impide, poder llamar a mi anciana madre casi a diario. Por lo general suelen ser conversaciones banales, pero que en mi hacen un efecto balsámico, me reconforta saber que siempre ha estado ahí para todo lo que he necesitado. Pero también me hago a la idea que un día ella marchará y ya no podré ni volver a llamarla ni tampoco ir a verla.
Aunque todos sepamos que la muerte forma parte de la ley de vida, solo el hecho de pensarlo durante unos instantes es algo que nos sobrecoge.
Los padres son esas personas que en la mayoría de los casos, nos dieron todas las herramientas necesarias para ser los adultos que somos.
La forma en que podamos aceptar y asumir el duelo, por supuesto, tienen que ver muchos y diferentes factores, como puede ser la causa de la pérdida; no es comparable una pérdida por la devenir de los años o lo que comúnmente llamamos una “muerte natural”, a un accidente fortuito e imprevisto, con el desgaste psicológico de una larga enfermedad.
Una de las cosas que asumimos como más dolorosas de la pérdida de un padre o una madre, es la completa seguridad del vacío que nos deja su ausencia, no ya de la persona física, sino de sus miradas, conversaciones y caricias. Todo lo vivido se transforma en recuerdos, llega el instante para el que la vida nos ha estado preparando, el momento de decir adiós y seguir caminando.
El verdadero milagro de la vida, no es cuando nacemos, sino cuando partimos. Es justamente cuando nos encontramos frente al féretro, cuando llegamos a entender de una forma más completa al padre o madre que estamos despidiendo. La persona que nos dio la vida. Desde el amor y la comprensión tanto del que se va, como del que se queda. Tenemos la sensación que con su marcha, se completa el círculo de la vida.